top of page

Tal vez

  • Mónica Cardona
  • 9 jun 2015
  • 5 Min. de lectura

Mónica.jpg

El desgastado tren arribó a la estación, a tiempo con el ajado reloj que yo llevaba en la muñeca. Las puertas chirriaron al abrirse como era de costumbre, liberando el hedor a humedad que ya se me hacía tan familiar. Entré en el último vagón, en medio de empujones apresurados y reproches ininteligibles, los mismos rostros enfurruñados que solo eran sombras fugaces en mis recuerdos.

Tomé asiento con pausado desdén, y escudriñé el interior de los bolsillos de mi gabán. Extraje de uno de ellos un paquetico de cigarrillos baratos, y con despreocupada lentitud atrapé uno de ellos con los labios, mientras con la otra mano chasqueaba el encendedor que tomé de una faltriquera diferente. Pasaron unos segundos, o tal vez minutos, el tren se detuvo con brusquedad en una estación que no reconocí, ¿dónde estaba? ¿Realmente importaba la respuesta? Después de todo, cuando no tienes un destino al cual dirigirte, el camino que recorres carece de significado.

Sentí como una insistente mirada se me clavaba en la nuca, puse los ojos en blanco, de seguro algún anciano engorroso que me escupiría a la cara un sermón sobre no fumar en áreas públicas. Y tras una buena calada al cigarrillo, entre divertido y fastidiado, levanté la mirada.

Las puertas del tren se habían cerrado una vez más, y la marcha trabajosa del enorme bártulo se reanudó. Sujeta al pasamano había una mujer, que me observaba con una tierna curiosidad. No pude desviar la mirada, olvidé respirar y el mundo entero se redujo a su delicado rostro.

De repente, se volvió ante un llamado que no percaté, se alejó un par de pasos y se arrellanó en el asiento que le había acabado de ceder un mancebo que se creía demasiado listo. Aspiré un poco más del cigarrillo, y me descubrí a mí mismo apreciando la escena con suspicacia.

La mujer agradeció amablemente al muchacho con una deslumbrante sonrisa, asestando un amargo golpe de celos en la boca de mi estómago, ¿cuánto hubiese dado a cambio de un pequeño gesto como aquel? Cerré las manos en puños hasta que los nudillos quedaron blancos como la cal, y no pude evitar imaginar un desenlace más jocoso. La mujer se disculparía ante la insistencia del joven inexperto y levantaría la mano derecha a su vista, para enseñarle el áureo anillo de matrimonio que se enroscaba en su dedo anular; en ese instante, acudía en la ayuda de mi dulce esposa tras eludir dificultosamente la multitud, y posando las manos con posesiva gentileza sobre los hombros de ella, despedía al decepcionado zagal con gélida cortesía. Me inclinaba sobre mi mujer y depositaba un fino beso sobre sus labios, mientras tomaba su pequeña mano entre las mías y sentía la calidez de nuestra unión entre nuestros dedos entrelazados.

Una risita furtiva se escapó de mis comisuras, la realidad solía ser decepcionante en cuanto te percatabas de que no podías escapar de ella, y solo eludirla temporalmente no era suficiente, nunca lo era. Finalmente, el mozo cedió y se retiró con el orgullo ligeramente herido, permitiéndome así contemplarla mejor. Llevaba puesto un atuendo muy elegante, con un traje negro ceñido y botines de afilado tacón; era un estilo de onerosas marcas y un conjunto lo suficientemente distinguido como para autonombrarse as de la pasarela.

Debía tener un motivo para implementar prendas tan atildadas. Probablemente debía de tratarse de un uniforme sofisticado, tal vez pertenecía a una orquesta de música clásica o a un grupo teatral de gama internacional. Su pasión entonces, giraba en torno a las bellas artes, sin duda. Y mi imaginación se liberó de sus ataduras y se removió en el aire que pintaba la realidad.

Ella estaba al final del camerino, con su atavío impecable. Se encontraba tensando las cuerdas de su violín de madera opaca, con los ojos cerrados, entregando toda su atención al melodioso sonido que desprendían los delgados cordeles. Me le acerco por detrás con furtiva pericia, sin embargo ella se gira sobre sí para descubrirme a tiempo, y me sonríe con resignación. Tras estudiar música juntos durante años, ella conocía a la perfección mis más raras manías, y con reprobatorio tono de voz me preguntaría si había practicado adecuadamente la composición que representaríamos esa noche, y yo levantaría mi flauta traversa para tocar las primeras notas del preludio para complacerla. Y ella, triunfante y entusiasmada, me confiaría sus temores de cometer algún error en las entradas, dado que a aquella presentación asistirían los más talentosos compositores del país.

Exhalé el vaho grisáceo del cigarrillo, y consideré por un momento ambas posibilidades. Recordaba que en la escuela media mi madre insistió hasta el cansancio en que aprendiera a tocar la flauta traversa. No era mala idea, dedicarme a estudiar música y ser parte de una prestigiosa orquesta, divertirla con mis ingeniosas improvisaciones y deleitarme con sus más etéreas melodías. O bien podía conseguir un trabajo más modesto aunque no por ello menos importante, y tal vez a los meses, o tal vez tras un par de años, arrodillarme frente a ella y enseñar un sencillo anillo de oro, y esperar al nacimiento de nuestros futuros hijos.

En ese momento, ella abrió su bolso de cuero, y extrajo de él un voluminoso libro de cubierta azulada, que exhibía una complicada imagen de un cuerpo de

anatomía. No reconocí el título que se ilustraba pero sí a su autor, era un libro de medicina sobre el sistema linfático, una lectura complicada para principiantes, después de todo ya lo había ojeado un par de veces durante uno de los primeros semestres de medicina en la facultad, justo antes de retirarme. Y en medio de recuerdos, los límites de mi mundo de fantasías y mi mundo de pesadillas se difuminaron.

Ella luciría una pulcra bata nívea, con un rostro gentil y una sonrisa compasiva cincelada en sus labios, atendiendo con paciencia a las animadas palabras de un niño que llevaba enyesadas ambas piernas. A su vez, yo le observaba en silencio mientras empujaba la silla de ruedas en cortos compases. Ambos habíamos decidido educarnos en pediatría, y nuestros currículums nos destinaron al mismo hospital infantil, y pequeños paseos como aquel no solo ayudaban en la recuperación de los pacientes, sino que nos permitían acercarnos poco a poco. El niño reía entusiasmado, revelando su dentadura incompleta y ella, a su vez, me guiñaba un ojo cómplice. El pequeño podría marcharse a casa dentro un par de días.

Cavilé un minuto la viabilidad de reingresar a la universidad y graduarme como médico, tal vez formarme en alguna especialidad y realizar una investigación con énfasis en alguna patología, tal vez…

El tren se detuvo con violencia nuevamente, otra estación, las puertas corredizas chirriaron al abrirse, y la mujer se levantó con un elegante movimiento, para escabullirse entre el gentío que se apresuraba en escapar del concurrido vagón. Como un acto reflejo, intente alcanzarla, pero al salir del tren su menuda figura ya se había perdido entre la afanada multitud.

Tomé el cigarrillo de mis labios y lo vigilé con atención, como si fuera la primera vez que me percatara de su existencia. Lo había decidido, dejaría de fumar a partir de hoy.


 
 
 

Comments


NOVEDADES

© 2015 by Revista El Gran Mulato - Nos reservamos el derecho a ridiculizar y pervertir cuanto suceso nos interese. La opinión presentada por los columnistas no compromete la posición de El Gran Mulato. 

bottom of page