Regresé de aquel recuerdo
- Juan Guillermo Valderrama
- 10 may 2015
- 8 Min. de lectura

…Regresé de aquel recuerdo. Habían transcurrido veinte años desde aquella noche en que me casé con el basuco; casi una vida entera. Habían pasado mujeres y amigos, colegios y esquinas, motos y autos, empleos y despidos, accidentes y enfermedades, cárceles y hospitales, puñaladas y disparos, muertos y vivos, cementerios e iglesias, y yo seguía siendo el mismo “culicagao” de entonces.
Pareciera que me hubiera embalsamado un médico de tiempos faraónicos, no con pócimas milagrosas, sino con basuco. Se me momificó el cerebro y preservé inalterada mi inmadurez mental; no pasó igual con mi cuerpo, y menos aún con mi rostro, que evidenciaban el paso, no de dos décadas, sino de dos siglos.
Con mis 175 centímetros de altura, escasamente pesaba 55 kilos, y eso con la ropa puesta. Mi rostro, con la palidez del moribundo, parecía no tener sangre corriendo bajo su piel, sino leche. Con justa razón, cuando me bañaba o me veía desnudo ante un espejo, me venían a la mente las imágenes de esos cristos quiteños, tallados en madera por escultores primitivistas. Sin exagerar, en lugar de un humano flaco, parecía un esqueleto gordo. El papá, con ese humor sarcástico tan suyo, me dijo un día: si usted se llega a morir, así de flaco como está, se le podrán sacar los restos en tres días…
–Grupo, Grupo, Grupo.
Escuché el grito, llenando cada rincón de la finca y sus alrededores. Giré y observé que todos estaban bañados y vestidos. El partido de fútbol había concluido sin darme cuenta; mi cajetilla de cigarrillos estaba casi vacía, y mis ganas de beber y de soplar continuaban terriblemente latentes. Demóstenes se me acercó:
–¿Aburrido?
–Ni sé, hermano.
–No te pongas a darle mucha mente a tu pasado ni a tu futuro porque te vas a enloquecer. Trata de vivir el día. Tu hoy. Tu presente.
–¿Mi presente? ¿!Cuál!?
–Pues éste. Simplemente aceptar que estás aquí. Yo, como te comenté, apenas llegué hace un par de semanas y créeme que no ha sido fácil, pero, por muy difícil que haya sido, es mucho más complicado vivir soplando que vivir en sobriedad.
–¿Lo creés?
–¡Claro que lo creo! Si no lo creyera no estaría aquí. ¿Vas a subir a Grupo?
–¿Grupo?
–Si. Hoy hay Grupo de Expresión de Sentimientos. Claro está que por esta semana, si quieres, puedes excusarte de entrar.
–Y ¿qué es un Grupo de Expresión de Sentimientos?
–Es un Grupo Terapéutico en donde cualquier residente expresa libremente sus emociones, negativas o positivas, para liberarlas. De todas formas es mejor verlo para poder comprender mejor.
–¿Cómo en Alcohólicos Anónimos?
–Sí, muy similar. ¿Entramos?
–Pues vamos. Te voy a contar algo, y espero que me guardés el secreto: tengo unas ganas las hijueputas de fumarme un coso.
–No te preocupes. Lo extraño en nosotros los adictos es que no tuviéramos esas ganas.
La respuesta solidaria de Demóstenes me provocó una paz inexplicable, gran confianza en él y valor para asistir al Grupo.
En el Salón del Encuentro, ubicado en el segundo piso de la casa, advertí, bordeando las cuatro paredes del lugar, un inmenso círculo hecho con sillas plásticas blancas, y en el centro un tronco de árbol de los que usan en las carnicerías para picar huesos.
Los residentes iban llegando y tomaban asiento; las mujeres, como de costumbre, fueron las últimas en entrar. Luego apareció Edilberto. Todos se levantaron, colocaron sus manos atrás y yo hice lo mismo. Edilberto lanzó la pregunta que escuchaba por segunda vez en ese día.
–¿Por qué estamos aquí?
–Por sopladores –contestó una voz imprudente que resulto ser la mía. Todos rieron a sus anchas. Edilberto me miró entre sonriente y disgustado:
–¿Dijo algo el señor?
–No, nada.
–¿Por qué estamos aquí?
Y todos en un rezo casi celestial respondieron:
–“Estamos aquí porque no existe refugio alguno dónde escondernos de nosotros mismos...”
Al concluir, el silencio invadió el recinto. Las miradas se dirigían de un lugar a otro, se encontraban, se esquivaban… hasta que Edilberto interrumpió el mutismo:
–Aníbal, el Grupo es suyo.
–Gracias, Edilberto.
Sin vacilaciones, el residente que estaba a mi lado se paró y fue a sentarse en el tronco del centro del salón. Era un tipo casi de mi edad, de contextura menuda y aspecto campechano, que le daban un cierto aire de humildad. Sus ojos parecían no mirar a ninguna parte como si lo que quisiera ver no estuviera allí, o simplemente lo esquivara.
Aclaró su garganta con un recio carraspeo y comenzó:
–Esto que les voy a contar deseo que se quede aquí. Muy poca gente lo sabe, y a pesar de que me he confesado ante curas y se lo he dicho a infinidad de sicólogos, no me deja dormir. Espero que contándolo aquí me libere de esta pesadilla que me persigue hasta despierto. Edilberto, le pido el favor que si digo alguna vulgaridad me sepa comprender, pero hay cosas que sólo se pueden llamar por su nombre. Y la verdad, yo soy un hijo de puta.
Todos en mi familia somos de Andes, un pueblo del suroeste. Cuando mi viejo murió le dejó a la viejita y a todos sus hijos, incluyendo los naturales, una muy buena finca, sembrada con café. Tenía beneficiaderos, secadoras, despulpadoras y todo lo demás. Era la mejor finca de todo el pueblo. La viejita, que rondaba por los setenta años, decidió repartirla equitativamente, todavía en vida. A cada uno le dio un pedazo de tierra, con casita incluida y sembrados de café en plena producción. Ella también se quedó con el suyo. Lo que me correspondió era más que suficiente para vivir cómodo por el resto de la vida sin matarme mucho, pero, como buen antioqueño, me dejé llevar por la ambición y la envidia; yo quería más. Así que acepté una propuesta que me hicieron unos tipos llegados de Medellín, de alquilarles una casa vieja que tenía en mis tierras, para ellos montar una “cocina”.
Todo iba sobre ruedas, yo seguía con el cultivo de café, ellos cocinaban su “mercancía”, me pagaban el alquiler de la casa y, fuera de eso, me pagaban un excedente por cada kilo de “perico” que sacaban. Qué más se le podía pedir a la vida.
Pero esa puta plata mal habida es plata del demonio. Comencé a hacer negocios con esa gente; unas veces nos iba bien y las otras no tan bien. Así, hasta cierto día en que asistí a una fiesta en que celebraban la “coronada” de un “cruce”. Esa noche cambió radicalmente mi vida. Hubo putas, orgías, whisky, perico, bareta, armas y, por supuesto, basuco. Yo, aunque probé de todo, me quedé con el basuco y con una de las putas: Mariela, a la cual le puse placas particulares y la llevé a vivir juiciosa en una casita alquilada en el pueblo. Mi mujer y mis hijos estaban “sanos” de todo, y vivían, aparentemente felices, en la casa principal de la finca.
Pasaron tres años en luna de miel con los manes de Medellín, con el basuco y con Mariela. Hasta que, de pronto, las cosas comenzaron a cambiar. De cinco embarques que hacíamos se nos caían cuatro; la ley se dio cuenta de lo que estaba pasando y comenzó a pedir comisión; por su parte, los Paracos mensualmente nos cobraban la vacuna y los Guerrillos buscaban la manera de jodernos. Mi mujer se dio cuenta de todo, empacó corotos e hijos y se fue a la casa de mis suegros. Mariela seguía conmigo: mientras no le faltara rumba, plata y clavo vivía feliz, y yo mucho más, detrás de ella como enyerbao.
El caso, para resumir, es que un día me desperté, después de una rumba de ocho días, y resulté sin tierras. Según me contaron, y luego vi plasmado en un papel con mi firma incluida, la finca que era mía ya no lo era. Ante notario y testigos la había traspasado a esos malparidos de Medallo, según rezaba en el papel, en pago de una deuda de no sé cuantos millones de pesos que yo dizque había contraído con esos hijos de puta.
Mariela como que también entró en el negocio, porque la muy perra se fue con ellos.
Me tocó desocupar la finca e irme para la tierra con la que se había quedado la viejita, donde vivía sola. Claro que chistaron todos mis hermanos y demás familiares, quienes dijeron que no era justo que después de soplarme toda la plata que con tanto sacrificio consiguió el viejo, volviera como si nada, a mortificarle la vida a mi mamá.
Pero el cuento no termina ahí. Una noche, tomándome unos traguitos con mi viejita, me fui para el patio trasero a fumarme unos basucos. Cuando mi cabeza estaba embotada por el alcohol y la droga apareció ella con sus setenta años de arrugas y canas, con sus setenta años trastabillando por los dos o tres tragos de alcohol que tenía en la cabeza, con sus setenta años de padrenuestros y avemarías que aquella noche mandé para la puta mierda, con sus setenta años que esta “gonorrea” de hijo puso a soplar aquella noche.
Todos los reunidos, sin excepción, bajamos la cabeza en un coro de silencios, incredulidades, lamentos mudos, gestos de sorpresa, ojos encharcados por la rabia y el dolor. No sabíamos si tantos sentimientos eran por Aníbal o por su viejita. Él parecía fundirse con el tronco en donde estaba sentado, sus ojos petrificados miraban a ninguna parte o, tal vez, a los recuerdos que le atormentaban. Lo único que indicaba que seguía con vida era su respiración agitada, que parecía tratar de ahogar sus sufrimientos en cada bocanada de aire que con furia robaba al ambiente.
Después de unos minutos de hipnosis colectiva, inducida por sus confesiones, se llevó las manos a la cabeza y continuó:
–De idéntica manera como yo perdí la finca, la perdió mi viejita. Se la vendimos a las mismas “gonorreas” de Medellín, que ya por ese tiempo eran dueños de medio Andes; y alquilamos un ranchito en uno de los extramuros del pueblo. Mi cuchita, igual que yo, se envició al basuco; ni se podía levantar de la cama, pero desde que se despertaba hasta que se dormía, sólo me decía: “Aníbal, mijo, vaya al pueblo y tráigame una docenita de “tornillos”. Del dinero que nos quedaba de la venta de la finca compraba su docena de “tornillos”, una botella de aguardiente y tres docenas de “tornillos” para mí. A diario, durante dos años con sus noches, vivimos con el mismo trajín hasta que se terminaron los ahorros, y al mismo tiempo la vida de la viejita. Un cáncer de pulmón se la llevó a descansar en paz. Yo me tuve que volar del pueblo porque mis hermanos me buscaban para matarme, y sigo escondiéndome de mi familia en cuanta ciudad y pueblo hay en el país, aunque con franqueza, no sé sí me escondo más bien de mí. Tal vez por eso, todas las noches antes de acostarme me hago la misma pregunta: ¿No sería mejor dejarme encontrar?
Después de un eterno silencio, Edilberto preguntó:
–Aníbal, ¿quiere agregar algo más?
–No.
–Señores, no sobra recordar que lo que se haga, escuché o vea aquí, se queda aquí y aquí muere. No quiero escuchar comentarios sobre lo que cualquier residente exprese en este Grupo. Por hoy el día terapéutico ha terminado. Desde esta hora y hasta mañana a las seis el tiempo es de ustedes. ¡Aprovéchenlo!
Salí del salón más confundido de lo que había entrado. Aunque ahora sabía qué era un Grupo de Expresión de Sentimientos, no entendía qué se ganaba uno contando ante otros güevones iguales, o quizás peores, su propia vida y obra. Al mismo tiempo cargaba con una dualidad: mi ego, feliz y petulante, me gritaba por dentro: “¡Sos un santo, nunca has llegado, ni con el pensamiento, adonde ha llegado esa gonorrea de Aníbal!”. Por otro lado mi conciencia me hacía dudar, confrontándome de la misma forma: “¿Tal vez sí, o de pronto peor?”
*Imagen tomada de: www.facebook.com/laverdadsincalzones *Fragmento del libro La verdad sin calzones
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