La felicidad de la guerra
- Juan Felipe Duque
- 21 abr 2015
- 3 Min. de lectura

En 1974, Estanislao Zuleta habló acerca de la <<felicidad de la guerra>>. ¿Qué quería decir con eso? Está claro que no se refería simplemente a unas cuantas perversiones morales de nuestros históricos combatientes, tampoco a las juergas salvajes luego de alguna victoria militar. Estanislao hablaba en cambio de una verdad más incómoda y a la vez necesaria: la guerra es una fiesta para el individuo atomizado, asustado y solitario dentro de la vastedad de su territorio; la guerra es pues, felicidad para una Colombia que alguna vez se unió con el “más entrañable de los vínculos”, el de entregarse hasta la última consecuencia a la carnicería de un infame enemigo; despojándose así de su singularidad, pero también de su desamparo.
Hoy las palabras de Estanislao son más imperiosas que nunca, y es que veinticinco años luego de su muerte sigue habiendo guerreros felices; y más de medio siglo en guerra nos ha llevado a ser uno de los países más felices del mundo. Ahora sí, con evidentes méritos.
Por eso, lo que conmemoramos hace unos días, el 9 de abril, no debe ser motivo de celebración, tampoco de sublimación de un ídolo que, a decir verdad, bastantes dudas deja. Pienso que el 9 de abril, y más aún en pleno proceso de paz, debe ser un momento para repensarnos de ahora en adelante la llamada democracia. Porque, ¿qué otra cosa sino una verdadera democracia en el mundo de la vida podría sacar a Colombia de esa bobería sonriente? Y no quiero ser malinterpretado: una democracia en el buen sentido quiere decir una virtuosa asimilación del conflicto, que es afortunadamente inherente a nosotros, bípedos implumes. Así lo pensaba Estanislao, trascendiendo los límites del remedo de democracia leguleya al cual nos acostumbraron.
Esto significa reubicar dos veces la palabra respeto, pero sacándola de su terrible máscara pacifista. A lo que apuesto, es entonces a un profundo respeto por las personas, acompañado de un más profundo aún, irrespeto por las ideas. Porque ¿no es acaso ese irrespeto el que mueve las mentes? Si uno respetara las ideas estaría aceptando una suerte de quietismo azonzado, mal pacifista y por consecuencia violento. El irrespeto por las ideas es un precioso conflicto bien asimilado dentro de una organización social; no como el que protagonizan y pregonan ciertos colombianitos con lágrimas de lagarto, que no es que irrespeten las ideas, sino que las satanizan con miras a suprimirlas.
Y es esa satanización precisamente la causa de la <<felicidad>>, y ese quietismo pacifista la razón de la <<guerra>>. Una soledad profundamente anti-democrática es el perfecto insumo para que nuestros payaso-políticos reúnan, únicamente en torno a una bestia imposible de adiestrar, a felices y risueñas fracciones de la comunidad. Y con el sermón hipócrita de que el conflicto es necesariamente violencia, se imaginan una democracia pacifista afortunadamente imposible, donde el conflicto y la diferencia están diezmados; siendo estos la excepción y no la necesaria regla.
Aquel sí es el círculo virtuoso que me gustaría ver en el nuevo Plan de Desarrollo: democracia, respeto e irrespeto. El cambio de fondo que está en deuda desde el 9 de abril de 1948, que es la – ahora sí – feliz transición de las armas a las palabras, un proyecto de nación hasta ahora inacabado. ¿Será pues que en este 2015 comencemos a madurar y nos empecemos a contentar con otras cosas? … ¿Será?
*Imagen tomada de: www.colarte.com - autor: Manuel Rodríguez
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