El escampadero
- Sara Rivera
- 17 abr 2015
- 4 Min. de lectura
"(...) All in all it's just another brick in the wall, All in all you're just another brick in the wall..." Pink Floyd

Últimamente me he encontrado, en mi breve pero muy activo paso por la Universidad, la presencia de ciertos personajes académicos que en el transcurso de su carrera (o en el desvío, más bien), han ido a parar en la sagrada ocupación de aquel que nos instruye por nuestro largo camino del saber: la de ser Maestro. Digo sagrado, porque el sujeto que ocupa este lugar tiene consigo la responsabilidad de transmitir a sus pupilos la gran divinidad que es el conocimiento; asume la apretada tarea de hacerlos cuestionarse a sí mismos, e incluso a él para que su sentir no se convierta en dogma; y tiene la obligación de sembrar la espina de la inquietud, y de encender la llama de la curiosidad. Es todo un arte el ejercicio de la enseñanza.
Hay un viejo dicho que dice que “por más que el burro vaya a la escuela, jamás será caballo”; y es cierto, el estudiante debe escudriñar, refutar y controvertir aquello que dice el que se supone “sabe” frente al que se supone “no sabe”, y debe asumir siempre una posición crítica llena de planteamientos e inquietudes que le permitan llegar a construir ideas y pensamientos propios. Aparte de encender esa llama, la del conocimiento, el maestro tiene también la tarea de comportarse como niño: sí, como niño. Siempre he pensado que no hay mejores filósofos que los niños. Hay aquí una combinación de sed insaciable de cuestionamientos junto a un manglar de “¿por qué?” que nos acorralan sin respuesta; y frente a la inocencia del desconocimiento plasmado en unos ojos inquietos que buscan sin cesar aprender de cada cosa, de cada situación y de cada fenómeno, el maestro debe aprender del niño, que por más doctorados (“doctarados” en palabras de un queridísimo profe que tuve) y especializaciones que tenga, todos los días adquieren nuevos saberes. El maestro debe aprender que cada ser es un universo enriquecido con valiosas experiencias y conocimientos; y que ellos, sus aprendices, también pueden enseñarles algo.
Existen, pues, dos tipos de maestros (aunque seguro habrán más) que logro identificar y que pertenecen al grupo de aquellos que denomino “Los Frustrados”, frustrados porque no lograron realizar aquello que verdaderamente deseaban.
El primero es “el encorvado”. El “encorvado” camina vagamente por los pasillos del claustro universitario con una actitud apática e indiferente hacia la vida. Su discurso en el pizarrón carece de toda emoción; tiene buena memoria y recita las teorías del curso cual grabadora; se priva de asumir cualquier posición crítica dé a entender que, detrás de esa mirada desesperanzada y triste, existe un sujeto pensante; es inevitable perderse entre vagos y quizá triviales pensamientos durante su curso; y al más mínimo cuestionamiento que pueda llevar a un fructuoso debate, entra en tremendo desconcierto por el hecho de haberse desviado del cauce previsto, mientras se libra de las discusiones ágilmente pronunciando frases como “aún no hemos llegado a ese punto”, “ese tema no lo tratamos en este curso”, entre otros. Son el tipo de –como se hacen llamar- “maestros” a los que la pedagogía les cayó como golpe de azar en sus insípidos caminares, y allí encontraron un refugio, una zona de confort en la cual echar raíces.
El segundo espécimen perteneciente a la tribu de “Los Frustrados” es el “pavo real”. El “pavo real” es ágil, inteligente y apasionado aunque a veces no lo demuestre Le gusta en verdad la rama del conocimiento en la que se enfocó, pero, por suerte del destino, por palancas, porque “el trabajo es sagrado y hay que darle gracias a Dios”, o por cualquier causa del destino que impidió que encontrara campo de acción diferente a la enseñanza, terminó en un salón de clase. Él, tan ilustrado caballero y con tantos estudios realizados, impartiendo su valiosa sapiencia ante un grupo de jóvenes con evidente inferioridad en su capacidad de procesamiento mental. En sus clases es él el dueño del conocimiento; permite el debate y la participación de sus alumnos, pero suele responder con desdén y hostilidad ante los planteamientos que éstos realizan; y responde con actitud desafiante ante el tímido discurso del aprendiz que, quizá por falta de una buena composición en la retórica de sus intervenciones, termina siendo ridiculizado por aquel ‘magnate’ del saber. A veces, en medio del conglomerado, surge una vocecilla impetuosa, molesta, un personaje al que le es imposible quedarse callado y no sacar a relucir sus opiniones e interrogantes. Pues bien, este sujeto resulta realmente molesto para el pavo, quien entre miradas de desaprobación y fastidio, se hace el desentendido ante las intervenciones de aquella vocecita curiosa. Para el “pavo real”, todo planteamiento de sus alumnos es evidentemente ilógico y absurdo; nadie es lo suficientemente digno como para llegar a la altura de él y establecer un debate o brindarle algún conocimiento que lo deslumbre y le genere inquietudes.
“Pavos” y “encorvados” los hay en todos lados, en todos los campos; no solo en los centros educativos. Lo triste es ver como el compartimiento del saber, una vocación tan hermosa como lo es la enseñanza, se ve horrorosamente estropeada por sujetos que encuentran en la pedagogía un refugio para reproducir los conocimientos que alguna vez adquirieron en sus estudios y que, por una u otra razón, no pudieron ejercer lo que realmente anhelaban.
Las consecuencias se ven reflejadas en nosotros, sus alumnos, a quienes nos es inevitable contagiarnos de una profunda desazón por los temas abarcados, por las horas muertas que duran sus clases. Sin embargo, no todo es malo. Aún existen personas que no dejan fallecer aquél espíritu jovial que los impulsó a desear lo que en algún momento pensaban eran metas inalcanzables. Todavía existen maestros entregados fervientemente a su profesión; aquellos que indagan, que se preocupan por que sus estudiantes se desarrollen como seres pensantes y no como copias baratas de sus ideas personales; aquellos que saben y reconocen que no existe doctrina alguna para impartir el saber, y que su metodología se acopla a las diversas circunstancias, porque nada es estático ni perpetuo, todo está siempre en constante movimiento y transformación, y por eso corresponde tanto a ellos como a nosotros, hacer parte activa de esa metamorfosis de nuestro entorno, impulsar un enriquecimiento orgánico de saberes que dejen a un lado la tradicional metodología jerárquica que al final siempre deja agudos vacíos en nuestro proceso de aprendizaje.
*Imagen tomada de: The Wall (1982).
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