El boulevard “prendido” de Carlos E.
- Santiago Andrés Segura
- 13 abr 2015
- 8 Min. de lectura
Todo un microcosmos reunido en una cuadra mocha.

Al final de la década de los sesenta, el auge del cabello largo, la paz a través del consumo de psicoactivos y el “librepensamiento” propagado por la cultura hippie emigrante de Estados Unidos; se combinaban en Medellín con el ambiente revolucionario de la universidad pública. En la capital antioqueña, que todavía se consolidaba como ciudad, este movimiento comenzaba a hacerse presente en la historia de cada nuevo asentamiento y en cada nuevo grupo de pobladores. Crecían numerosos barrios, y uno de aquellos emergentes fue el Carlos Eugenio Restrepo - ojo, Carlos E. Restrepo; con “E” de Eugenio y no con “C” de César o Casimiro… o Casioigo, o cualquiera de esas combinaciones que comienzan por la “C”. Carlos E., muy tajante, como el presidente al que el barrio debe su nombre-. Ubicarlo es fácil: está entre la Calle 70 y la 50, lindando con la quebrada La Iguaná. Definirlo es duro, pero la manera más fácil es, sin duda, decir que es un barrio normal lleno de apartamentos y con un pequeño parque. Lo que le da su singularidad es que está rodeado por árboles y que conserva su ambiente natural, sin olvidar que durante su existencia se le ha intentado quitar este privilegio en infinidad de ocasiones.
Por allá en los setenta el barrio se llenaba de a poquito. Florecía, según algunos historiadores, tal como el mandatario Restrepo hizo florecer la economía del país… Bueno, pero éste, el presidente, lo hizo a punta de impuestos; en cambio el barrio crecía por su cálido ambiente. El sector atraía a unos habitantes que no hacían quedar mal el nombre de Carlos E. Restrepo; unos veteranos que se volvieron ancianos con el tiempo. Además de los residentes, la zona se enriqueció con algunos visitantes frecuentes; “intelectuales” de la de Antioquia y la Nacional, profesores y estudiantes, que aprovechaban la cercanía del barrio para descansar y hablar de la actualidad.
Soledad Nichols es conocida por todos en el barrio como “Soly”… no doña “Soly”, simplemente “Soly”. La mujer es de un carácter más bien conservador, de estatura pequeña, pelo corto con una que otra cana encima, y presencia de niña buena. Sin querer y a sus tres años, “Soly” resultó fundadora del barrio, cosa que hoy le resulta un gran mérito a esta arquitecta con un poco más de cuatro décadas encima. Sus padres decidieron formar parte de este nuevo vecindario. Era un tanto inseguro a primera vista, con un pasadizo lleno de indigentes y de algunos estudiantes de universidades públicas aledañas que terminaban siendo buscados por la fuerza pública por “revoltosos”. No obstante, los padres de “Soly” no encontraron motivos para alejarse de esta zona. Continuaron allí, y no solo eso; se empecinaron en formar su hogar.
En aquel barrio y desde muy pequeña, “Soly” fue influenciada por los movimientos sociales que allí se generaban; sobre todo el de los estudiantes, a quienes acompañaba en sus revueltas “tirando piedra” sin ni siquiera saber el motivo por el que lo hacía y atendiendo solo a la euforia del momento. Sin falta, cada domingo después de ir a la misa de siete con sus padres, se retiraba a jugar en el parque con sus hermanas, cuidando de no ensuciarse para que su madre no las regañara. Luego de una cálida tarde de recreos y sedentarismo, formaba parte de los bazares que se realizaban cerca de la futura etapa número cuatro de vecindario. En ellos miraba atentamente cada detalle, especialmente las obras de arte que elaboraban los de la de Antioquia y las orquestas que iban a tocar. También disfrutaba de mirar y escuchar a los viejos debatir sobre política y sociedad, cosas de las que poco entendía pero anhelaba atender, porque siempre era premiada con uno que otro caramelo por su paciente labor de público.
“Soly” vivió en Carlos E. una infancia llena de desborde cultural. Tiempo después, con sus casi veinte años encima, la consciencia adquirida a través del contacto con universitarios le permitió darse cuenta por qué su familia llegó a esconder a estudiantes de la Nacional en la casa para que los escuadrones de la fuerza pública no los mataran a golpes. También advirtió que lo que muchas veces parecía una simple charla entre amigos fumando algo que olía raro, era para las autoridades un crimen. Supo además que quienes fumaban no estaban enfermos; pero que, sin importar nada, esa hierba de alguna manera los curaba. Ella ya no era la misma. Con un carácter más forjado y sin esa irreverencia de la etapa final de la adolescencia en la que se tiende a desafiar las normas ya establecidas en la sociedad, no tenía ánimos de seguir con un estilo de vida revolucionario. Lo que sí tenía era ganas de estudiar y estudiar en la Universidad Nacional, debido a la amistad que forjó durante todos estos años con los estudiantes y profesores de aquel lugar que pasaban por la zona.
La época no era muy amena para “Soly”, quizás su fecha de nacimiento fue apresurada. Quizás debió nacer treinta o tal vez cuarenta años después. Su padre, furioso, nunca la dejó estudiar y menos en la Nacional. Ella, en su momento, no entendía por qué hacía eso. Hoy sabe que es porque el viejo no la quería ver de revolucionaria. Eso sí, recuerda con gratitud los momentos de tirar piedra cuando era apenas una niña… “Já, já… Quizá con eso me desquité con él porque no me dejó estudiar… Porque si lo hubiera sabido, hubiera muerto. Mejor que murió sin saberlo”.
La concepción de Carlos E. estaba planteada como un lugar cultural dirigido a los intelectuales del momento, como distintos parques de aquel entonces que también
eran frecuentados por estudiantes.
Otro de los primeros fundadores del barrio, el único de la tercera etapa que aún vive allí, es Juan Francisco Díaz, “Pacho”; a quien el barrio le ofreció amigos y vivienda, pero sobre todo, un hogar. “Pacho” fue nombrado por muchos como uno de los intelectuales del lugar, aunque él refuta eso diciendo que solo era y es un beodo. Las muchas canas y sus gafas reflejan de alguna manera al veterano obrero que luchó por su familia y que ahora se dedica a, como él dice, hacer lo menos posible.
Por allá casi en los noventa, cuando “Pacho” ya llevaba veinte años en el barrio, comenzaron a surgir los movimientos de los universitarios por el boulevard que había sido construido para los habitantes del barrio, como “Soly” o como él, quienes veían como el lugar traía y atraía a los jóvenes de Medellín. El lugar era ideal; una calle adoquinada, mocha, rodeada en su mayoría por árboles y zonas verdes que ofrecían una escena de tranquilidad en una ciudad creciente, y que en esa década
afrontaba uno de sus peores momentos.
Así pues, este lugar no solo servía como un refugio para las mentes “ilustradas” de la región. Era también un sitio de reunión de universitarios y profesores que en ese momento, más que nunca, se sentían en el ambiente que ya se veía venir desde los sesenta. Abundaban los grupos juveniles reunidos al son de una guitarra y un buen libro. Eso era algo agradable para los habitantes del lugar, inclusive para “Pacho” que se sentaba a dialogar con los jóvenes de lo que pasaba en el país… narcotráfico, guerra, política, corrupción, y demás asuntos que corroían a la nación. No solo se hablaba de cosas negativas para el pueblo. Igualmente había espacio para holgazanear un poco luego de trabajar o estudiar. En el caso de “Pacho” era el templo para tomar cerveza con sus amigos del barrio e invitar a las muchachas de la Nacional, que eran sus amigas, para alegrar un rato los partidos de fútbol que veía afuera de los nuevos locales, restaurantes, cafés y tiendas que habían construido hacía poco.
Nada pasaba fuera de lo normal en Carlos E. Seguía siendo una zona residencial con un parque que contaba a diario con la visita de cientos de universitarios. Sin embargo, a finales de los noventa, comenzó a presentarse el descontento entre algunos de los visitantes y sobre todo, los habitantes del sector. Luego de que se construyó en el boulevard una sede de la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia; a las afueras del edificio, allí, en esa cuadra mocha, comenzó uno de los mayores sitios de consumo de marihuana de la ciudad. A muchos de los pobladores del barrio les molestó esto; como a “Pacho”, que veía ese humero, quedaba trabado y hasta se tropezaba.
Sin importar que las columnas del barrio - hablando figurativamente- fueron forjadas por los librepensadores, los habitantes de Carlos E. se tornaron reacios al excesivo consumo de alucinógenos en esa zona; tanto de estudiantes, profesores e incluso de trabajadores serios de oficina. Entonces, cada que una persona iba a este lugar no buscaba simplemente hablar o dedicarse a la tertulia. Ahora todos iban a fumar. Se aglomeraban montones de jóvenes y viejos, algunos rodeados en un círculo, al más fino estilo de los festivales hippies, como Woodstock. Este movimiento canábico que se tomó el boulevard era literalmente imparable, y se convirtió en una cuestión de terreno ganado por foráneos a los locales. Fue una “guerra” pacífica, sin ningún muerto ni herido. Se trató, por lo tanto, de invadir el espacio, apropiarse de él y volverlo parte de la escena cultural. Consecuentemente, cada fin de semana, el terreno desbordaba en música, plática social y lo que en verdad le molestaba a los residentes: el montón de marihuana.
Las cosas no cambiaron empezando el nuevo siglo, y elementos como las guitarras, las pipas, y las botellas de cerveza tiradas en el piso se hacían más y más frecuentes… Los viernes, los sábados y los domingos eran de ellos, los externos al barrio; quienes ya inclusive en los días entre semana, se comenzaban a tomar cada vez más el espacio. Si no persistían los consumidores, era el humo el que se quedaba allí, como estancado, y el que alejaba a los del barrio pero hacía arribar a los consumidores. “Pacho”, desinteresado en ese ambiente “prendido” del boulevard, decidió dejar de pasear a sus nietos por allá, ya que ellos le hacían preguntas que ni era capaz de resolver. Ya ni su esposa salía. En esos momentos nadie del barrio disfrutaba de esa calle adoquinada.
Los escándalos provocados por personas bajo los efectos del alcohol y el ambiente que se fue tornando cada vez más peligroso para el que solo pasaba por ahí a comprar unos cigarrillos en la tienda de enfrente, hicieron que la verdadera escena cultural del lugar se opacara. Ya los bazares a los que iba “Soly” no se volvieron a hacer, las salidas a cine y a teatro de “Pacho” con sus familiares no se veían por ninguna parte, y hasta la salida a misa de las familias se veía interrumpida… En palabras de “Pacho”, la cultura allá se acabó con ese boulevard mocho.
Poco era lo que se podía esperar, decadencia era lo que sentían los pobladores. Cada vez se veían más inconvenientes. El último, sin duda, ha acontecido desde hace relativamente muy poco y se dio con la consolidación de los expendios de droga que ahora se ven comúnmente en el lugar. Al atraer a tanta comunidad canábica, los jíbaros atendieron la llamada, y de inmediato comenzaron a circular en mayor número y con mayor frecuencia. Del consumo de marihuana se pasó incluso al de sustancias químicas alucinógenas más complejas. Esa es ahora una de las cosas que más molesta a la comunidad, porque uno que otro fumador de marihuana no está mal, pero toda esa masa compartiendo el mismo humo y ahora inyectándose o ingiriendo cualquier cosa rara que sobrepasa la imaginación, es algo que aterra aún más. No obstante, lo que sin dudas colmó la paciencia de “Pacho”, “Soly” y seguramente cualquier habitante de este barrio, fue la ola de atracos y robos de carros que se generaron entre ese comercio y la Facultad de Artes de la de Antioquia. “¿Cómo es que alguien se traba para quitarle a otro lo que se ganó?”, se preguntan los habitantes del barrio.
Una parte de Carlos E. descontenta: los habitantes. Otra, no sabemos si contenta por la hierba o por el alcohol, pero al fin y al cabo indiferente: los visitantes. Es eso lo que nos dejan cuarenta años de recorrido del barrio del presidente número treinta y uno de la nación. Un barrio con ahora menos cultura pero que sigue con el mismo aire -ya contaminado por la cantidad excesiva de marihuana, pero aún aire-, con la vocación para dedicarse a los encuentros sociales, a la tertulia; y por qué no, entre tantos que van a consumir marihuana o simplemente a beber “maracuyeyo”, al debate intelectual. Quizás con eso último se salve de alguna manera la tradición de cultivar la casa de los intelectuales de Medellín.
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